Aceptamos la luz de Dios

Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán; me conducirán a tu santo monte, y a tus moradas. Salmos 43:3

El Señor Jesús vino a este mundo lleno de misericordia, vida y luz, listo para salvar a los que vinieran a él. Pero no puede salvar a nadie contra su voluntad. Dios no fuerza la conciencia. No tortura el cuerpo para obligar a los hombres a obedecer su ley. Esa clase de obra está de acuerdo con Satanás.

El Señor ha hecho perfectamente claro que concede al pecador el privilegio de cooperar con Dios. Da luz, y proporciona evidencia en favor de la verdad. Pone en claro cuáles son sus requerimientos, y deja con el pecador la responsabilidad de aceptar su verdad, y recibir gracia y poder para cumplir cada condición, y hallar descanso al prestar un servicio voluntario a Jesucristo, quien pagó el precio de su redención. Si el pecador vacila y deja de apreciar la luz que ha alcanzado su intelecto y conmovido las emociones de su alma, y rehúsa rendir obediencia a Dios, la luz disminuye en intensidad, pierde fuerza, y finalmente se desvanece de la vista. Los que dejan de apreciar los primeros rayos de luz, no necesitan evidencias más decisivas en favor de la verdad. Si los tiernos llamamientos de Dios dejan de hallar respuesta en el corazón del pecador, la primera impresión hecha en su mente pierde significado y finalmente se lo deja en tinieblas. La invitación está llena de amor. La luz es tan brillante cuando finalmente se la rehúsa, como cuando por primera vez iluminó el alma; pero al rechazar la luz, el alma se llena de tinieblas, y no comprende cuál es el peligro de despreciarla. Cristo dice a tal alma: “Aún por un poco estará la luz entre vosotros”.


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