"Id, doctrinad a todas las naciones" Ellen White Descarga GRATIS

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Los discípulos iban a tener el mismo poder que Jesús había tenido para sanar “toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.” Al sanar en su nombre las enfermedades del cuerpo, testificarían de su poder para sanar el alma. Y se les prometía un nuevo don. Los discípulos tendrían que predicar entre otras naciones, e iban a recibir la facultad de hablar otras lenguas. Los apóstoles y sus asociados eran hombres sin letras, pero por el derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés, su lenguaje, fuese en su idioma o en otro extranjero, era puro, sencillo y exacto, tanto en los vocablos como en el acento. 

Así dió Cristo su mandato a sus discípulos. Proveyó ampliamente para la prosecución de la obra y tomó sobre sí la responsabilidad de su éxito. Mientras ellos obedeciesen su palabra y trabajasen en relación con él, no podrían fracasar. Id a todas las naciones, les ordenó. Id hasta las partes más lejanas del globo habitable, pero sabed que mi presencia estará allí. Trabajad con fe y confianza, porque nunca llegará el momento en que yo os abandone.

El mandato que dió el Salvador a los discípulos incluía a todos los creyentes en Cristo hasta el fin del tiempo. Es un error fatal suponer que la obra de salvar almas sólo depende del ministro ordenado. Todos aquellos a quienes llegó la inspiración celestial, reciben el Evangelio en cometido. A todos los que reciben la vida de Cristo se les ordena trabajar para la salvación de sus semejantes. La iglesia fué establecida para esta obra, y todos los que toman sus votos sagrados se comprometen por ello a colaborar con Cristo.

“El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven.” Todo aquel que oye ha de repetir la invitación. Cualquiera sea la vocación de uno en la vida, su primer interés debe ser ganar almas para Cristo. Tal vez no pueda hablar a las congregaciones, pero puede trabajar para los individuos. Puede comunicarles la instrucción recibida de su Señor. El ministerio no consiste sólo en la predicación. Ministran aquellos que alivian a los enfermos y dolientes, que ayudan a los menesterosos, que dirigen palabras de consuelo a los abatidos y a los de poca fe. Cerca y lejos, hay almas abrumadas por un sentimiento de culpabilidad. No son las penurias, los trabajos ni la pobreza lo que degrada a la humanidad. Es la culpabilidad, el hacer lo malo. Esto trae inquietud y descontento. Cristo quiere que sus siervos ministren a las almas enfermas de pecado.

Los discípulos tenían que comenzar su obra donde estaban. No habían de pasar por alto el campo más duro ni menos promisorio. Así también, todos los que trabajan para Cristo han de empezar donde están. En nuestra propia familia puede haber almas hambrientas de simpatía, que anhelan el pan de vida. Puede haber hijos que han de educarse para Cristo. Hay paganos a nuestra misma puerta. Hagamos fielmente la obra que está más cerca. Luego extiéndanse nuestros esfuerzos hasta donde la mano de Dios nos conduzca. La obra de muchos puede parecer restringida por las circunstancias; pero dondequiera que esté, si se cumple con fe y diligencia, se hará sentir hasta las partes más lejanas de la tierra. La obra que Cristo hizo cuando estaba en la tierra parecía limitarse a un campo estrecho, pero multitudes de todos los países oyeron su mensaje. Con frecuencia Dios emplea los medios más sencillos para obtener los mayores resultados. Es su plan que cada parte de su obra dependa de todas las demás partes, como una rueda dentro de otra rueda, y que actúen todas en armonía. El obrero más humilde, movido por el Espíritu Santo, tocará cuerdas invisibles cuyas vibraciones repercutirán hasta los fines de la tierra, y producirán melodía a través de los siglos eternos.

Pero la orden: “Id por todo el mundo” no se ha de olvidar. Somos llamados a mirar las tierras lejanas. Cristo derriba el muro de separación, el prejuicio divisorio de las nacionalidades, enseña a amar a toda la familia humana. Eleva a los hombres del círculo estrecho que prescribe su egoísmo. Abroga todos los límites territoriales y las distinciones artificiales de la sociedad. No hace diferencia entre vecinos y extraños, entre amigos y enemigos. Nos enseña a mirar a toda alma menesterosa como a nuestro hermano, y al mundo como nuestro campo.

Cuando el Salvador dijo: “Id, y doctrinad a todos los Gentiles,” dijo también: “Estas señales seguirán a los que creyeren: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; quitarán serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.” La promesa es tan abarcante como el mandato. No porque todos los dones hayan de ser impartidos a cada creyente. El Espíritu reparte “particularmente a cada uno como quiere.” Pero los dones del Espíritu son prometidos a todo creyente conforme a su necesidad para la obra del Señor. La promesa es tan categórica y fidedigna ahora como en los días de los apóstoles. “Estas señales seguirán a los que creyeren.” Tal es el privilegio de los hijos de Dios, y la fe debe echar mano de todo lo que puede tener como apoyo.

“Sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.” Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. El era en sí mismo la salud y la fuerza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que aquellos que le pedían ayuda habían atraído la enfermedad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El Evangelio posee todavía el mismo poder, y ¿por qué no habríamos de presenciar hoy los mismos resultados?

Cristo siente los males de todo doliente. Cuando los malos espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan dispuesto a sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. El desea ejercer por ellos su poder curativo.

En las curaciones del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con barro los ojos de un ciego, y le ordenó: “Ve, lávate en el estanque de Siloé.... Y fué entonces, lavóse, y volvió viendo.” Lo que curaba era el poder del gran Médico, pero él empleaba medios naturales. Aunque no apoyó el uso de drogas, sancionó el de remedios sencillos y naturales.

A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo dijo: “No peques más, porque no te venga alguna cosa peor.” Así enseñó que la enfermedad es resultado de la violación de las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. El mucho sufrimiento que impera en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador.

Cristo había sido guía y maestro del antiguo Israel, y le enseñó que la salud es la recompensa de la obediencia a las leyes de Dios. El gran Médico que sanó a los enfermos en Palestina había hablado a su pueblo desde la columna de nube, diciéndole lo que debía hacer y lo que Dios haría por ellos. “Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios—dijo,—e hicieres lo recto delante de sus ojos, y dieres oído a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, ninguna enfermedad de las que envié a los Egipcios te enviaré a ti; porque yo soy Jehová tu Sanador.” Cristo dió a Israel instrucciones definidas acerca de sus hábitos de vida y le aseguró: “Quitará Jehová de ti toda enfermedad.” Cuando el pueblo cumplió estas condiciones, se le cumplió la promesa. “No hubo en sus tribus enfermo.”

Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que deben observar todos los que quieran conservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con Dios para devolver la salud al cuerpo tanto como al alma.

Y debemos enseñar a otros a conservar y recobrar la salud. Para los enfermos, debemos usar los remedios que Dios proveyó en la naturaleza, y debemos señalarles a Aquel que es el único que puede sanar. Nuestra obra consiste en presentar los enfermos y dolientes a Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos enseñarles a creer en el gran Médico. Debemos echar mano de su promesa, y orar por la manifestación de su poder. La misma esencia del Evangelio es la restauración, y el Salvador quiere que invitemos a los enfermos, los imposibilitados y los afligidos a echar mano de su fuerza.

El poder del amor estaba en todas las obras de curación de Cristo, y únicamente participando de este amor por la fe podemos ser instrumentos apropiados para su obra. Si dejamos de ponernos en relación divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo lugares donde el Salvador mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también la incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada sólo débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y despojado de su gloria.

Haciendo la obra de Cristo es como la iglesia tiene la promesa de su presencia. Id, doctrinad a todas las naciones, dijo; “y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” Una de las primeras condiciones para recibir su poder consiste en tomar su yugo. La misma vida de la iglesia depende de su fidelidad en cumplir el mandato del Señor. Descuidar esta obra es exponerse con seguridad a la debilidad y decadencia espirituales. Donde no hay labor activa por los demás, se desvanece el amor, y se empaña la fe.

Cristo quiere que sus ministros sean educadores de la iglesia en la obra evangélica. Han de enseñar a la gente a buscar y salvar a los perdidos. Pero, ¿es ésta la obra que están haciendo? ¡Ay, cuán pocos se esfuerzan para avivar la chispa de vida en una iglesia que está por morir! ¡Cuántas iglesias son atendidas como corderos enfermos por aquellos que debieran estar buscando a las ovejas perdidas! Y mientras tanto millones y millones están pereciendo sin Cristo.

El amor divino ha sido conmovido hasta sus profundidades insondables por causa de los hombres, y los ángeles se maravillan al contemplar una gratitud meramente superficial en los que son objeto de un amor tan grande. Los ángeles se maravillan al ver el aprecio superficial que tienen los hombres por el amor de Dios. El cielo se indigna al ver la negligencia manifestada en cuanto a las almas de los hombres. ¿Queremos saber cómo lo considera Cristo? ¿Cuáles serían los sentimientos de un padre y una madre si supiesen que su hijo, perdido en el frío y la nieve, había sido pasado de lado y que le dejaron perecer aquellos que podrían haberle salvado? ¿No estarían terriblemente agraviados, indignadísimos? ¿No denunciarían a aquellos homicidas con una ira tan ardiente como sus lágrimas, tan intensa como su amor? Los sufrimientos de cada hombre son los sufrimientos del Hijo de Dios, y los que no extienden una mano auxiliadora a sus semejantes que perecen, provocan su justa ira. Esta es la ira del Cordero. A los que aseveran tener comunión con Cristo y sin embargo han sido indiferentes a las necesidades de sus semejantes, les declarará en el gran día del juicio: “No os conozco de dónde seáis; apartaos de mí todos los obreros de iniquidad.”

En el mandato dirigido a sus discípulos, Cristo no sólo esbozó su obra, sino que les dió su mensaje. Enseñad al pueblo, dijo, “que guarden todas las cosas que os he mandado.” Los discípulos habían de enseñar lo que Cristo había enseñado. Ello incluye lo que él había dicho, no solamente en persona, sino por todos los profetas y maestros del Antiguo Testamento. Excluye la enseñanza humana. No hay lugar para la tradición, para las teorías y conclusiones humanas ni para la legislación eclesiástica. Ninguna ley ordenada por la autoridad eclesiástica está incluída en el mandato. Ninguna de estas cosas han de enseñar los siervos de Cristo. “La ley y los profetas,” con el relato de sus propias palabras y acciones, son el tesoro confiado a los discípulos para ser dado al mundo. El nombre de Cristo es su consigna, su señal de distinción, su vínculo de unión, la autoridad de su conducta y la fuente de su éxito. Nada que no lleve su inscripción ha de ser reconocido en su reino.

El Evangelio no ha de ser presentado como una teoría sin vida, sino como una fuerza viva para cambiar la vida. Dios desea que los que reciben su gracia sean testigos de su poder. A aquellos cuya conducta ha sido más ofensiva para él los acepta libremente; cuando se arrepienten, les imparte su Espíritu divino; los coloca en las más altas posiciones de confianza y los envía al campamento de los desleales a proclamar su misericordia ilimitada. Quiere que sus siervos atestiguen que por su gracia los hombres pueden poseer un carácter semejante al suyo y que se regocijen en la seguridad de su gran amor. Quiere que atestiguemos que no puede quedar satisfecho hasta que la familia humana esté reconquistada y restaurada en sus santos privilegios de hijos e hijas.

En Cristo está la ternura del pastor, el afecto del padre y la incomparable gracia del Salvador compasivo. El presenta sus bendiciones en los términos más seductores. No se conforma con anunciar simplemente estas bendiciones; las ofrece de la manera más atrayente, para excitar el deseo de poseerlas. Así han de presentar sus siervos las riquezas de la gloria del don inefable. El maravilloso amor de Cristo enternecerá y subyugará los corazones cuando la simple exposición de las doctrinas no lograría nada. “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios.” “Súbete sobre un monte alto, anunciadora de Sión; levanta fuertemente tu voz, anunciadora de Jerusalem; levántala, no temas; di a las ciudades de Judá: ¡Veis aquí el Dios vuestro! ... Como pastor apacentará su rebaño; en su brazo cogerá los corderos, y en su seno los llevará.” Hablad al pueblo de Aquel que es “señalado entre diez mil,” y “todo él codiciable.” Las palabras solas no lo pueden contar. Refléjese en el carácter y manifiéstese en la vida. Cristo está retratándose en cada discípulo. Dios ha predestinado a cada uno a ser conforme “a la imagen de su Hijo.” En cada uno, el longánime amor de Cristo, su santidad, mansedumbre, misericordia y verdad, han de manifestarse al mundo.

Los primeros discípulos salieron predicando la palabra. Revelaban a Cristo en su vida. Y el Señor obraba con ellos “confirmando la palabra con las señales que se seguían.” Estos discípulos se prepararon para su obra. Antes del día de Pentecostés, se reunieron y apartaron todas sus divergencias. Estaban unánimes. Creían la promesa de Cristo de que la bendición sería dada, y oraban con fe. No pedían una bendición solamente para sí mismos; los abrumaba la preocupación por la salvación de las almas. El Evangelio debía proclamarse hasta los últimos confines de la tierra, y ellos pedían que se les dotase del poder que Cristo había prometido. Entonces fué derramado el Espíritu Santo, y millares se convirtieron en un día.

Así también puede ser ahora. En vez de las especulaciones humanas, predíquese la Palabra de Dios. Pongan a un lado los cristianos sus disensiones y entréguense a Dios para salvar a los perdidos. Pidan con fe la bendición, y la recibirán. El derramamiento del Espíritu en los días apostólicos fué la “lluvia temprana,” y glorioso fué el resultado. Pero la lluvia “tardía” será más abundante.

Todos los que consagran su alma, cuerpo y espíritu a Dios, recibirán constantemente una nueva medida de fuerzas físicas y mentales. Las inagotables provisiones del Cielo están a su disposición. Cristo les da el aliento de su propio espíritu, la vida de su propia vida. El Espíritu Santo despliega sus más altas energías para obrar en el corazón y la mente. La gracia de Dios amplía y multiplica sus facultades y toda perfección de la naturaleza divina los auxilia en la obra de salvar almas. Por la cooperación con Cristo, son completos en él, y en su debilidad humana son habilitados para hacer las obras de la Omnipotencia.

El Salvador anhela manifestar su gracia e imprimir su carácter en el mundo entero. Es su posesión comprada, y anhela hacer a los hombres libres, puros y santos. Aunque Satanás obra para impedir este propósito, por la sangre derramada para el mundo hay triunfos que han de lograrse y que reportarán gloria a Dios y al Cordero. Cristo no quedará satisfecho hasta que la victoria sea completa, y él vea “del trabajo de su alma ... y será saciado.” Todas las naciones de la tierra oirán el Evangelio de su gracia. No todos recibirán su gracia; pero “la posteridad le servirá; será ella contada por una generación de Jehová.” “El reino, y el dominio, y el señorío de los reinos por debajo de todos los cielos, será dado al pueblo de los santos del Altísimo,” y “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como cubren la mar las aguas.” “Y temerán desde el occidente el nombre de Jehová, y desde el nacimiento del sol su gloria.”

“¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que publica la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salud, del que dice a Sión: Tu Dios reina! ... Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalem: porque Jehová ha consolado su pueblo.... Jehová desnudó el brazo de su santidad ante los ojos de todas las gentes; y todos los términos de la tierra verán la salud del Dios nuestro.”

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